sábado, 6 de marzo de 2010

La habitación sedentaria

La habitación era sencilla y acogedora. Su mobiliario se componía de una cama donde dormía el dueño, un colchón que estaba a ras de suelo en el que solían dormir las visitas o los que en un momento u otro compartieron la habitación con el veterinario, una vieja alfombra azul que cubría todo el suelo de la estancia, una mesa con el ordenador encima, una silla y una pequeña nevera donde además de comida y bebida se guardaban cajetillas de tabaco para que no se secaran a temperatura ambiente. Todos estos muebles iban cambiando de sitio a medida que el dueño se iba cansando de la estética. Lo que si no cambió durante los once años de habitada son los poemas y escritos que estaban pegados en la pared, y que con el tiempo se llenaron de polvo, dándole a la habitación un aire bohemio y romántico. Debajo de la cama habían dos grandes cajas de cartón, en las que el dueño de la habitación guardaba recuerdos de los amigos que se iban yendo, llenas de libros, cintas de música, videos, fotos, varios poemas y relatos escritos por ellos, credenciales de congresos, festivales y acompañamientos a delegaciones extranjeras.
Con estos recuerdos, el dueño mantuvo unido el espíritu de los que aún estaban y los que se habían ido, y con ello la habitación no perdió hasta el final su esencia. Al cruzar el umbral de la puerta de la habitación uno era abducido a otra dimensión de la que no volvía hasta momentos después de haberla abandonado, porque, sin quererlo, la habitación se convirtió en un lugar clandestino donde se conversaba casi siempre de poesía, literatura y política. Por el aire se respiraban entre el humo del tabaco, versos, flotaban ideas y se construían sueños. Se vio un sinfín de películas y se comentaron en talleres improvisados. Se consumió té a raudales acompañado con los sones de la salsa, la inconfundible voz de Um kalthum, el pop ingles de los setenta y ochenta, el houl y por supuesto, facundo Cabral. De las oficinas, dispensario y el palacio de justicia que rodeaban la habitación, uno se olvidaba una vez dentro. Te sentías alejado del mundo y sus miradas ajenas. Y te hallabas rodeado por cuatro paredes llenas de poemas colgados y pululaban por su estancia los fantasmas de varios escritores y sus creaciones.
En ella el exilio y la posible solución de la causa eran temas de pláticas. Se recordó el pasado y se imaginó el futuro. Fue testigo de amores, desamores y otras osadías que aquí no vienen al caso. Por ella pasaron vascos, catalanes, españoles, italianos, franceses ingleses y se hablaron sus idiomas. Era una especie de torre de babel en medio de la hamada. Fue para muchos de nosotros la cueva clandestina donde nos refugiábamos en el exilio, el lugar de adaptación a la nueva patria y la redención de las tristezas. Todos los que por ella pasamos o vivimos hemos emigrado, pero cada vez que volvíamos la encontrábamos igual que antes; su mismo aire, seguía siendo ese rincón sedentario en el desierto donde la poesía eligió estar. Hasta que cerró el colofón el dueño. Y al abandonarla, dejaron sus muros los versos de Borges, de Cabral y poemas escritos por sus moradores.
Al salir de la habitación estaba el patio y detrás de el, la cocina y al lado el baño. Cuando el calor del desierto apretaba y las noches se hacían insoportables dentro de la habitación, se tendía la famosa manta caqui del periodista, venida de Rabuni y que después de un tiempo en la habitación terminó sus días en el Badia, sobre la arena del patio y allí, bajo las estrellas, se preparaba el té, se escuchaba música y se conversaba sobre varios temas o sencillamente se embelesaba uno con el cielo y si la inspiración acompañaba, se dejaba correr tinta a diestra y siniestra.
Antes de que el dueño se viniera, regaló todos los objetos de la casa a diferentes conocidos. Pero lo que nosotros llamamos la esencia de la habitación, las dos cajas de cartón, los poemas colgantes y los utensilios del té se los dejó a un chaval intranquilo y nómada por antonomasia; oposición total a nuestra habitación sedentaria.
Ahora estamos todos acá, muy lejos de la habitación. Pero siempre hay algún olor o una imagen que me la recuerda. Y aunque se que ya no será la misma me quedaré sus paredes, sus versos, y pensare en su complicidad y en su silencio.

Tufi

viernes, 5 de marzo de 2010

martes, 2 de marzo de 2010

opinión gráfica


by khatry beiruk

domingo, 28 de febrero de 2010

la sombra en el exilio



" A quien aguante, le llegará la
sombra "
proverbio saharaui.

El exilio es un diluvio de la nada y una sequía de todo. Un día alguien puso a correr el cronómetro. El nuestro comenzó con el retumbar de las bombas, y la huida sin saber a donde. Rabuni nos era desconocido y el desierto en el que antes íbamos en busca de lluvias y pasto, ahora es un sendero hacia la nada. Y en su vastedad, proliferaron jaimas y esperas. Las mujeres y hombres construyeron de adobe, escuelas y hospitales, y pusieron, sin darse cuenta, la primera piedra de nuestra nostalgia. La lluvia se quedo balanceándose sobre nuestras cabezas y los pozos se convirtieron en el consuelo del alma. El tiempo prosiguió y se nos hizo insoportable su manía de dar vueltas. Los ancianos, para darse ánimos, se distrajeron con el crepúsculo y las damas. Y los niños, en cambio, iban cada mañana a las escuela con la inocencia entre las páginas de sus libros.
El poder estaba en su primavera y su camuflada dictadura aun respiraba. Después llegó el otoño que lo aletargó y su hojarasca se la llevó el siroco. En él aparecieron lagunas de olvido y ausencias de designios. Eran otros tiempos. Los que entonces éramos niños, creíamos que los hombres o eran militares o cobardes, y queríamos ser soldados. Pero el cronómetro siguió. Y aun dura la friolera de más de tres décadas. El exilio se hizo menos tolerable y nuestro refugio, que antes era sólido, precisó de desagravios. Nuestro hogar ahora es árido y sin ecos, y su silencio es usufructo del tiempo. Aun no hemos hecho puentes entre el pretérito de paces y el presente de esperas. Hoy las escuelas y hospitales son testigos silentes, en medio del desierto, de lo que un día fueron y ahora son; un vehemente resultado de la dejadez humana.
Por lo tanto, no es solo resistir como dice el dicho, hay que prevalecer a pesar del tiempo e intentar moverse para siempre estar a la sombra.

viernes, 19 de febrero de 2010

Dahman y el cordero


Dahman el benjamín de la familia con apenas trece años, hacía té en la jaima en la presencia de su madre y su hermana; cuando escuchó el balar de un cordero, como le gustaban los animales, se asomó por la puerta de la jaima. Era el primo de su madre que traía en brazos un corderito recién nacido, saludó estando aún afuera y entregó el animal al niño. Dahman sonrío y comprendió que el hombre le regalaba el cordero cumpliendo la promesa para con Dahman de que, si este último aprendía a conducir, el primo le regalaría un corderito. Al niño le empezó invadir una indescriptible emoción y estaba extasiado de alegría; mientras el animal seguía balando desconsoladamente. La madre, todavía sorprendida por el regalo, le aconsejó a su hijo que fuera a buscar un biberón y un poco de leche en la cocina y que le diera de comer, porque tal vez tuviera hambre. Dahman, por la emoción, solo llegó a escuchar lo último. Saltó el obstáculo de la puerta con el animal en brazos y se dirigió a la cocina. Una vez dentro se dio cuenta de que no tenía biberón. Volvió a la jaima, dejó el cordero en el regazo de su hermana mientras le decía que iba a buscar un biberón, y salió corriendo. Poco rato después apareció con un viejo biberón. Hizo amago de coger el animal, que ahora estaba al lado de su madre, pero esta no le dejó, le dijo que trajera la leche y el agua de la cocina, para enseñarle como debía hacerlo. Esa misma tarde Dahman preparó el primer biberón a su nuevo amigo.
Pocas semanas después, los dos amigos eran inseparables. Si Dahman salía de la jaima, el cordero iba detrás de él. Dormían juntos y cuando salía del campamento por cualquier recado de su madre, ya que era el único hombre en la familia, su padre murió en la guerra, el corderito se sentaba en la puerta de la jaima y se iba asomando con cada ruido de motor que escuchaba hasta que llegaba su amigo, entonces corría hacia él. Pasaron los días y la amistad cada vez se iba consolidando. Dahman que antes nunca paraba por la jaima yendo con sus amigos excepto las horas de la comida, ya no salía si no era por algo urgente, y si iba a ver a su cuadrilla llevaba consigo a su amigo. Fabricó una pelota de trapos y pasaba el tiempo jugando con su amigo en la jaima, en la casa de adobe o en la pequeña duna que había entre estas dos. Cuando se encontraban después de una breve separación, el animal le saltaba en brazos y el niño le colmaba a besos y caricias.
Pasaron algunos meses en los que el cordero ya se hizo más grande y fuerte. Saltaba para jugar con su amigo de una manera como si estuviera rebotando, forma esta de saltar que le gustaba a Dahman. Lo llevaba consigo en el coche. Lo duchaba cada vez que se iba a duchar, y por cierto le seguía preparando biberones, aunque el animal ya podía comer.
Un día caluroso de julio y después de un año de amistad, Dahman tuvo que ir a la ciudad de Tinduf en el coche de un amigo que iba al mecánico para arreglar los frenos de su coche. Como no podía llevar el cordero consigo, lo dejó en la sombra de la cocina de su familia, le puso agua y comida, lo abrazó y lo beso en la cabeza, a sabiendas de que después el animal, a consecuencia del calor, se iba a refugiar en la jaima o en la casa de adobe.
Una hora más tarde, cuando madre e hija lavaban la ropa, llegaron dos hombres con vestimenta militar. Saludaron y en ese momento la madre los reconoció. Eran amigos de su marido. Devolvió el saludo y les invitó a entrar en la jaima. En ese momento la hermana dejó lo que estaba haciendo y se encaminó hacia la cocina. Preparó un cuenco de leche de cabra y dátiles y se los sirvió a los huéspedes. Una vez en la jaima saludó y le acercó a su madre los utensilios del té para que esta lo preparara. Mientras hacia eso, se acercó al oído de su madre y le preguntó que había que hacer de comida. La madre se quedó un rato en silencio pensando. Luego le comentó a su hija que no lo sabía ya que no tenían carne, y sin la carne no podían agasajar a sus huéspedes. Mirándose las dos en silencio en presencia de los visitantes llegaron a la triste conclusión de que debían sacrificar al animal.
La hermana salió dubitativa y temblando, como era posible que llegaran especialmente en este día en que ellas no tenían carne en la casa. Pero estaba convencida que en ese momento esta difícil y triste decisión era la única posible. Llamó al marido de la vecina y le pidió que sacrificara el animal. El hombre por un rato no la creyó, hasta que vio a los huéspedes en la jaima. Entonces cogió el cuchillo de la mano de la chica; rezó y pidió perdón a Dios por lo que iba hacer y, es que sabía que no solo iba a degollar al animal, sino también una hermosa amistad.
Después del té y una deliciosa comida, que la madre y su hija no probaron, llegó Dahman. Bajó del coche y se dirigió hacia la cocina con dos bolsas de carne de camello. Una vez dentro encontró a su hermana lavando los platos, quien le informó de que llegaron dos huéspedes y que estaban en la jaima. Pero no le quiso comentar nada de la desgracia sucedida en su ausencia. Pero a Dahman no le importaba la visita y por quien primero preguntó, fue por su amigo, le era extraño que no lo fuera a recibir al coche. Pero la hermana no supo que decir; quedo muda. Y su mutismo hizo sospechar a Dahman. Además le bastó una ojeada para ver la piel y las vísceras del animal en un barreño en una esquina de la cocina. Le empezó a arder el pecho de rabia, tiró las bolsas de carne que aún tenía en las manos y para calmar el tormento que se desató en su interior, salió corriendo de la cocina, subió en su coche, arrancó y se fue sin saber a donde. A las pocas aceleraciones estaba fuera del campamento, y por todos lados solo veía la inmensidad del desierto. Conducía a toda velocidad, las manos tiesas en el volante. Su rostro se llenó de rabia, se mordía los labios, lloraba sin consuelo, mientras pensaba en el cordero, y en la primera tarde en que se conocieron.



Tufi

domingo, 14 de febrero de 2010

Saco de mango




Me hubiera gustado decirles que compartimos el saco de mango entre los cinco, pero no. La ambición que cada uno de nosotros albergaba para adueñarse de los mangos, y el poco control que teníamos sobre nuestra hambre, añádase a eso que Ahmed no nos avisó a todos de la existencia del saco, según él, hasta que maduren los mangos. Todo esto creó un mal entendido; una leve desunión infantil, que tuvo su arreglo la noche del castigo. Supongo que si la noche del domingo, cuando formamos en el área todos los estudiantes para la revisión de los uniformes docentes, yo no hubiera escuchado la revelación que Ahmed le hizo a Brahim, ahora nadie se estaría quejando de sus dolores; pero la oí, y quise escuchar más, agudicé el oído para ver si decía donde lo tenía escondido, pero nada. Además se quedó mudo al ver acercarse al profesor, que en ese momento pasaba lista y revisaba los uniformes. Cuando llegó a la altura de Brahim le recriminó que llevara la ropa sucia y le ordenó que subiera al albergue a lavarla, sin darse cuenta que con su orden dejaría a Ahmed sin su confidente y me obligaba a mi a averiguar el escondite de los mangos por otras vías.
Dos cuartos de hora después, rompimos filas. Y me acerque al banco del área donde se sentó Ahmed y me senté a su lado. Le empecé hablar de béisbol y del equipo de Pinar del río, que era nuestro equipo favorito, para que no sospechara cuales eran mis intenciones. Durante un rato más hablamos de temas banales, sin que me comentara nada del saco. Entonces, yo ya desesperado por saber dónde lo tenía oculto, le pregunté pero negó que lo tuviera. Le dije que le había oído decir a Brahim que encontró mangos y que los escondió. Como vio que no tenía escapatoria, reconoció la existencia del saco, que lo tenía guardado en el bosque y que me iba a dar algo, pero bajo ningún pretexto me iba a decir donde lo escondía. Y por supuesto, no me conformé con la dádiva, mi ambición era tal que quería todo el saco.
En la escuela del internado, prácticamente excepto el hambre y los estudios, pocas preocupaciones teníamos. Pero al estar en edad de crecimiento el hambre se acentuaba más y necesitábamos engullir todo lo comestible que podíamos. En el periodo especial la comida era escasa; de la toronja nos hartamos, la teníamos a los cuatro puntos cardinales. Por lo tanto, hablar de una mina de mandarina o naranja o mango eran palabras mayores; son placeres que no son de todos los días, y es por eso mi empeño en tener ese saco de mango. Urdí un pequeño plan con Jatri y Hamdi, les conté todo, y les animé a vigilar a Ahmed, para seguirlo cuando se fuera al campo para averiguar donde guardaba el saco. Aceptaron los dos. Y al poco, Jatri ya estaba diciendo como se iba a hacer la vigilancia. Durante el resto de la noche hasta la hora de dormir estuvimos todos juntos, Brahim, Ahmed, Jatri, Hamdi y yo. Después de cenar pasamos un rato por la tele al final del pasillo central y, como no daban nada interesante, subimos al albergue. Durante todo aquel tiempo no se habló del saco, pero todos pensábamos en él.
Al día siguiente, y bajo un cielo despejado, no perdimos de vista a Ahmed. La verdad es que era fácil para nosotros vigilarlo al estar todos en la misma clase. Por la tarde después de llegar del campo y merendar, subimos los cinco al albergue. Brahim se cambió de ropa y se fue a jugar, o eso creíamos. Pocos minutos después Ahmed se levantó y salió del albergue sin decir nada. Una vez el objetivo se movió, nos levantamos nosotros también deprisa, y salimos detrás de él.
Al rato, estábamos todos en el campo más próximo donde los profesores saharauis tenían un corral de cabras y ovejas. Ahmed iba delante con un palo golpeando la hierba, y sabrá dios en que pensaba; pero seguro que no era en nosotros, caminaba tan tranquilo y pasota y sin mirar atrás, no daba el menor indicio de desasosiego ni nerviosismo. Dejamos que nos cogiera una distancia razonable para que no nos viera si giraba la cabeza pero sin perderlo de vista. Al cabo de una media hora de andar por el bosque y los campos de toronja, se adentro en una hilera de pinos de las que marcan fronteras entre los campos; y desapareció. Jatri y yo corrimos para no perderlo definitivamente, pero tuvimos que parar en seguida, ya que al pisar la hierba, esta hacía mucho ruido; cosa que nos recriminó Hamdi cuando nos alcanzó. Como es lógico no paramos en discusiones, cruzamos los tres la fila de pinos agachados y con sigilo. Al principio no lo vimos, hasta que oímos el ruido del palo en la hierba y hacia allí nos dirigimos, estaba a nuestra derecha y andaba buscando en un gran matojo de hierba. Al cabo de unos segundos, tiró el palo, se agachó y cuan grande fue nuestra sorpresa cuando lo vimos levantarse con el saco de mango en las manos, lo cargó en su hombre y se dispuso a cambiarlo de sitio. Lo llevó a cuestas hasta casi dos campos antes de llegar al corral. Y allí lo vació en dos partes, en un sitio donde la hierba era alta. Miró en todas las direcciones para ver si alguien le veía, y se fue de regreso a la escuela. Seguros de que estaba un poco lejos, salimos de nuestro escondite, recogimos el saco con los frutos, casi todos verdes, y lo cambiamos todo de lugar.
Una vez seguros del lugar del escondite nos fuimos de vuelta a la escuela, antes de llegar nos paramos a comer toronja. El resto de la tarde lo dedicamos a jugar al béisbol, los tres con Ahmed y otro grupo de amigos de clase. Cuando el partido estaba en la séptima entrada llegó Brahim y me extrañó que viniera a esa hora, ya que fue el primero en decir que bajaba a jugar.
Ahora pienso que tal vez fuimos muy ingenuos en cuanto a donde ocultamos los mangos. Primero porque era cerca de la escuela, y la mayoría de los estudiantes suele ir a comer toronja en los campos cercanos; segundo, es que a la hora de esconder los frutos, aplastamos la hierba, así que quien anduviera por allí se daría cuenta en seguida que por allí pasó alguien; y tercero, y eso si fue un gran error, fue no habernos asegurado de que alguien nos siguiera. Digo todo esto, porque al cabo de unos tres días, el tiempo que creímos suficiente para que maduraran los mangos, nos adentramos en el campo en busca de los frutos y no estaban. Creíamos que nos habíamos equivocado de sitio, allí estaba la camisa vieja que Hamdi había atado a un pino como marca. De la alegría que nos embargaba cuando veníamos, seguros de hartarnos a comer mangos, pasamos a la más pura decepción y nuestras miradas delataban que existían sospechas entre nosotros, aunque ninguno dijo nada. Nos sentamos desanimas en el mismo sitio e intentamos averiguar quién cojones podía ser el ladrón. Pensamos en Ahmed, pero lo descartamos enseguida porque el día anterior me preguntó por el saco y me dijo que se lo robaron. Sin llegar a conclusión alguna, desistimos y nos fuimos alicaídos de vuelta a la escuela.
Al llegar vimos que había formación en el área de la bandera y, claro, nos extraño; ya que no era hora de formación. Nos metimos por debajo del sótano del docente y nos integramos a las filas sin ser vistos. Empecé a preguntar a los colegas de clase, que Qué pasaba, pero no me supieron responder, solo me decían que de repente sonó el silbato y llamaron a la formación. Estaba ansioso por saber qué pasaba, hasta que vi que un profesor subía a la plataforma, y detrás lo seguían Brahim y Ahmed cargando con un saco lleno, no se de qué, pero me sonaba. El profesor empezó hablar, decía que todo el mundo en la escuela sabía que no se puede salir más allá de los márgenes marcados y que estos dos, señalaba a Brahim y Ahmed, andaban al lado de la casa del guajiro que estaba a tres kilómetros de la escuela para comer mangos. Los estudiantes empezaron a reírse, yo no; porque estaba pensando que si aquel era el saco, y lo era, como es que lo tenían ellos.
Después de la formación a Brahim y Ahmed los castigaron con estar firmes toda la noche en el área. Pero no sin antes delatarnos. Después de la cena y el repaso de noche, un profesor nos llamo a los tres, Jatri, Hamdi y yo, y nos comentó lo del saco, pero nosotros lo negamos. No valió de nada, por que nos mandó cumplir el castigo junto a nuestros amigos chivatos. Estábamos muy molestos con ellos, Por qué habían dado nuestros nombres. Llegamos al centro de la plaza un poco apartados de ellos y sin hablarles, era nuestra manera de decirles que habían actuado con cobardía. Al rato de estar allí firmes y sin hablarnos los dos bandos, le pregunte a Ahmed cómo habían descubierto la mina. Brahim os ha seguido mientras vosotros me seguíais a mi, respondió. Hay que tener siempre vigilada la espalda, continúo Brahim con ironía.
Tufi

viernes, 12 de febrero de 2010

Es una lástima


Es una lástima que no estés conmigo
cuando me asomo a mi ventana,
para tomar nota del compás
de esas mañanas que sin ti,
se me antojan lúgubres y frías.

Es una lástima que no estés conmigo
ahora que escribo esto,
y me acuerdo de tus abrazos
el silencio de tu boca
y el calor de tus labios.

Es una lástima que no estés conmigo
y que entre tus manos
no puedan posar mis palabras,
Y bajo mis manos,
no arda tu cuerpo angelical.

Es una lástima que no pueda
susurrarte al oído esos versos
y sentir como tiemblas inocente,
bajo mi mirada escudriñadora,
esa que no se cansa de mirar
tu sonrisa de fábula.

Y es una lástima que ahora me sobren caricias
con las que lenta y sospechosamente podría acariciarte.
Tufi