Me hubiera gustado decirles que compartimos el saco de mango entre los cinco, pero no. La ambición que cada uno de nosotros albergaba para adueñarse de los mangos, y el poco control que teníamos sobre nuestra hambre, añádase a eso que Ahmed no nos avisó a todos de la existencia del saco, según él, hasta que maduren los mangos. Todo esto creó un mal entendido; una leve desunión infantil, que tuvo su arreglo la noche del castigo. Supongo que si la noche del domingo, cuando formamos en el área todos los estudiantes para la revisión de los uniformes docentes, yo no hubiera escuchado la revelación que Ahmed le hizo a Brahim, ahora nadie se estaría quejando de sus dolores; pero la oí, y quise escuchar más, agudicé el oído para ver si decía donde lo tenía escondido, pero nada. Además se quedó mudo al ver acercarse al profesor, que en ese momento pasaba lista y revisaba los uniformes. Cuando llegó a la altura de Brahim le recriminó que llevara la ropa sucia y le ordenó que subiera al albergue a lavarla, sin darse cuenta que con su orden dejaría a Ahmed sin su confidente y me obligaba a mi a averiguar el escondite de los mangos por otras vías.
Dos cuartos de hora después, rompimos filas. Y me acerque al banco del área donde se sentó Ahmed y me senté a su lado. Le empecé hablar de béisbol y del equipo de Pinar del río, que era nuestro equipo favorito, para que no sospechara cuales eran mis intenciones. Durante un rato más hablamos de temas banales, sin que me comentara nada del saco. Entonces, yo ya desesperado por saber dónde lo tenía oculto, le pregunté pero negó que lo tuviera. Le dije que le había oído decir a Brahim que encontró mangos y que los escondió. Como vio que no tenía escapatoria, reconoció la existencia del saco, que lo tenía guardado en el bosque y que me iba a dar algo, pero bajo ningún pretexto me iba a decir donde lo escondía. Y por supuesto, no me conformé con la dádiva, mi ambición era tal que quería todo el saco.
En la escuela del internado, prácticamente excepto el hambre y los estudios, pocas preocupaciones teníamos. Pero al estar en edad de crecimiento el hambre se acentuaba más y necesitábamos engullir todo lo comestible que podíamos. En el periodo especial la comida era escasa; de la toronja nos hartamos, la teníamos a los cuatro puntos cardinales. Por lo tanto, hablar de una mina de mandarina o naranja o mango eran palabras mayores; son placeres que no son de todos los días, y es por eso mi empeño en tener ese saco de mango. Urdí un pequeño plan con Jatri y Hamdi, les conté todo, y les animé a vigilar a Ahmed, para seguirlo cuando se fuera al campo para averiguar donde guardaba el saco. Aceptaron los dos. Y al poco, Jatri ya estaba diciendo como se iba a hacer la vigilancia. Durante el resto de la noche hasta la hora de dormir estuvimos todos juntos, Brahim, Ahmed, Jatri, Hamdi y yo. Después de cenar pasamos un rato por la tele al final del pasillo central y, como no daban nada interesante, subimos al albergue. Durante todo aquel tiempo no se habló del saco, pero todos pensábamos en él.
Al día siguiente, y bajo un cielo despejado, no perdimos de vista a Ahmed. La verdad es que era fácil para nosotros vigilarlo al estar todos en la misma clase. Por la tarde después de llegar del campo y merendar, subimos los cinco al albergue. Brahim se cambió de ropa y se fue a jugar, o eso creíamos. Pocos minutos después Ahmed se levantó y salió del albergue sin decir nada. Una vez el objetivo se movió, nos levantamos nosotros también deprisa, y salimos detrás de él.
Al rato, estábamos todos en el campo más próximo donde los profesores saharauis tenían un corral de cabras y ovejas. Ahmed iba delante con un palo golpeando la hierba, y sabrá dios en que pensaba; pero seguro que no era en nosotros, caminaba tan tranquilo y pasota y sin mirar atrás, no daba el menor indicio de desasosiego ni nerviosismo. Dejamos que nos cogiera una distancia razonable para que no nos viera si giraba la cabeza pero sin perderlo de vista. Al cabo de una media hora de andar por el bosque y los campos de toronja, se adentro en una hilera de pinos de las que marcan fronteras entre los campos; y desapareció. Jatri y yo corrimos para no perderlo definitivamente, pero tuvimos que parar en seguida, ya que al pisar la hierba, esta hacía mucho ruido; cosa que nos recriminó Hamdi cuando nos alcanzó. Como es lógico no paramos en discusiones, cruzamos los tres la fila de pinos agachados y con sigilo. Al principio no lo vimos, hasta que oímos el ruido del palo en la hierba y hacia allí nos dirigimos, estaba a nuestra derecha y andaba buscando en un gran matojo de hierba. Al cabo de unos segundos, tiró el palo, se agachó y cuan grande fue nuestra sorpresa cuando lo vimos levantarse con el saco de mango en las manos, lo cargó en su hombre y se dispuso a cambiarlo de sitio. Lo llevó a cuestas hasta casi dos campos antes de llegar al corral. Y allí lo vació en dos partes, en un sitio donde la hierba era alta. Miró en todas las direcciones para ver si alguien le veía, y se fue de regreso a la escuela. Seguros de que estaba un poco lejos, salimos de nuestro escondite, recogimos el saco con los frutos, casi todos verdes, y lo cambiamos todo de lugar.
Una vez seguros del lugar del escondite nos fuimos de vuelta a la escuela, antes de llegar nos paramos a comer toronja. El resto de la tarde lo dedicamos a jugar al béisbol, los tres con Ahmed y otro grupo de amigos de clase. Cuando el partido estaba en la séptima entrada llegó Brahim y me extrañó que viniera a esa hora, ya que fue el primero en decir que bajaba a jugar.
Ahora pienso que tal vez fuimos muy ingenuos en cuanto a donde ocultamos los mangos. Primero porque era cerca de la escuela, y la mayoría de los estudiantes suele ir a comer toronja en los campos cercanos; segundo, es que a la hora de esconder los frutos, aplastamos la hierba, así que quien anduviera por allí se daría cuenta en seguida que por allí pasó alguien; y tercero, y eso si fue un gran error, fue no habernos asegurado de que alguien nos siguiera. Digo todo esto, porque al cabo de unos tres días, el tiempo que creímos suficiente para que maduraran los mangos, nos adentramos en el campo en busca de los frutos y no estaban. Creíamos que nos habíamos equivocado de sitio, allí estaba la camisa vieja que Hamdi había atado a un pino como marca. De la alegría que nos embargaba cuando veníamos, seguros de hartarnos a comer mangos, pasamos a la más pura decepción y nuestras miradas delataban que existían sospechas entre nosotros, aunque ninguno dijo nada. Nos sentamos desanimas en el mismo sitio e intentamos averiguar quién cojones podía ser el ladrón. Pensamos en Ahmed, pero lo descartamos enseguida porque el día anterior me preguntó por el saco y me dijo que se lo robaron. Sin llegar a conclusión alguna, desistimos y nos fuimos alicaídos de vuelta a la escuela.
Al llegar vimos que había formación en el área de la bandera y, claro, nos extraño; ya que no era hora de formación. Nos metimos por debajo del sótano del docente y nos integramos a las filas sin ser vistos. Empecé a preguntar a los colegas de clase, que Qué pasaba, pero no me supieron responder, solo me decían que de repente sonó el silbato y llamaron a la formación. Estaba ansioso por saber qué pasaba, hasta que vi que un profesor subía a la plataforma, y detrás lo seguían Brahim y Ahmed cargando con un saco lleno, no se de qué, pero me sonaba. El profesor empezó hablar, decía que todo el mundo en la escuela sabía que no se puede salir más allá de los márgenes marcados y que estos dos, señalaba a Brahim y Ahmed, andaban al lado de la casa del guajiro que estaba a tres kilómetros de la escuela para comer mangos. Los estudiantes empezaron a reírse, yo no; porque estaba pensando que si aquel era el saco, y lo era, como es que lo tenían ellos.
Después de la formación a Brahim y Ahmed los castigaron con estar firmes toda la noche en el área. Pero no sin antes delatarnos. Después de la cena y el repaso de noche, un profesor nos llamo a los tres, Jatri, Hamdi y yo, y nos comentó lo del saco, pero nosotros lo negamos. No valió de nada, por que nos mandó cumplir el castigo junto a nuestros amigos chivatos. Estábamos muy molestos con ellos, Por qué habían dado nuestros nombres. Llegamos al centro de la plaza un poco apartados de ellos y sin hablarles, era nuestra manera de decirles que habían actuado con cobardía. Al rato de estar allí firmes y sin hablarnos los dos bandos, le pregunte a Ahmed cómo habían descubierto la mina. Brahim os ha seguido mientras vosotros me seguíais a mi, respondió. Hay que tener siempre vigilada la espalda, continúo Brahim con ironía.
Tufi